Era un nuevo comienzo para Patricia. Acababa de dejar a un marido maltratador que casi la dejó en la ruina con su adicción a los juegos de azar. Se mudó a una casa pequeña en los suburbios con sus hijos Sara y Jonás, de 6 y 8 años.
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La casita era encantadora, y tenía todo lo que había echado de menos en años viviendo en la gran ciudad: tenía una verja, un bonito jardín en el que los niños podían jugar, y tras ella había un bosquecito tras el cual corría un río. Lo mejor era que no necesitaba reparaciones: solo necesitó mudar sus pertenencias y ya.
Eso era una bendición para Patricia, que había buscado la casa con más ilusión que dinero. El día después de la mudanza, bajó al sótano para acomodar algunas cajas que prefería archivar. Recién entonces reparó en las puertas.
Había dos puertas angostas, casi invisibles en la madera que revestía las paredes, una a cada lado del sótano. Abrió la primera y encontró un pequeño armario escobero, en el que había algunas cajas con ropa, libros y juguetes viejos.
La otra, sin embargo, estaba cerrada. Al probar empujarla, le pareció escuchar algo del otro lado. Apoyó la cabeza contra la hoja para escuchar, temiendo un problema de ratas. Cuál no sería su sorpresa al escuchar una voz humana que susurraba “Ayúdame”.
Presa del pánico, Patricia corrió escaleras arriba como alma que lleva el diablo. Le llevó un buen rato calmarse y recuperar la sangre fría. Cuando lo hizo, buscó un cuchillo en la cocina y volvió a bajar.
“Lo que sea que haya ahí abajo, es mejor que lo descubra antes de que vuelvan los niños de la escuela”, se dijo.
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Cuando volvió al sótano y escuchó nuevamente tras la puerta, notó que el sonido era un quejido de mujer y muy débil. Le dio una patada al cerrojo, la madera endeble de la puerta se quebró y la puerta se abrió.
Del otro lado había lo que aparentaba ser un lavadero reacondicionado a habitación. O, más bien, a una celda. Tenía una pileta de lavar y un desaguadero, pero también un camastro, un armario pequeño, una mesa y una silla. Dentro de un tacho había algunos paquetes vacíos de galletas.
Patricia reparó en el pequeño ventiluz que había entrevisto antes, sin saber adónde daba. Sobre la cama había una mujer mayor, lucía desarreglada y muy desorientada.
“¿Mario?”, preguntó, con un hilo de voz.
“No, soy Patricia, la nueva dueña de la casa”.
“¿Cómo la nueva dueña? No entiendo, esta es mi casa”, dijo la anciana.
A Patricia le preocupaba más saber cómo era que tenía una anciana encerrada en el sótano, así que la ayudó a incorporarse y a subir hasta la cocina. Le preparó una taza de té con bizcochos, que la mujer ingirió con avidez.
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Supo así que la señora se llamaba Adela, y que el tal Mario era su nieto. “Puse la casa a nombre de él, porque mi hija falleció, y creí que el día en que yo me muriera le iba a hacer todo mucho más fácil”, explicó.
“Y él la vendió”, entendió Patricia. “Y la privó a usted de su único hogar”.
“Así que para eso me envió al lavadero”, dijo con amargura Adela. “A mí me dijo que estaba haciendo reparaciones en la casa y que era para preservar mi salud. Pero después de las reparaciones la puerta de mi habitación quedó cerrada, y Mario no venía. Creía que le habría pasado algo”.
Patricia pudo reconstruir que el nieto le habría dado somníferos a la abuela, que quedó desorientada, con hambre y sed, encerrada días en el sótano. Le heló la sangre pensar que, de haber postergado el orden del sótano, podría haberla hallado ya sin vida.
Cuando Adela pudo bañarse y recobrar fuerzas, Patricia le propuso llamar a la policía para denunciar a Mario. Pero la abuela prefirió no hacerlo. “Supongo que tendré que pasar la noche en un hotel, querida”, le dijo, con una sonrisa triste.
Patricia tuvo una idea: Adela podía quedarse al menos unos días, y ayudarla con la casa y los niños. Además del reciente divorcio, ella venía de perder a su madre, y no tenía más familia que la ayudara. Podía tomar la habitación de huéspedes.
La anciana aceptó y puso lo mejor de sí: limpió, cocinó y hasta ayudó a Sara con la tarea de la escuela mientras Patricia trabajaba.
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Un día, Adela estaba cocinando un pastel cuando la hija de Patricia entró corriendo a la cocina. Estaba llorando, y muy preocupada: Jonás había caído al río.
La anciana y la niña corrieron hasta la orilla y vieron al niño. Por la noche había habido una crecida, y Jonás a duras penas se aferraba a una rama. Pedía ayuda, asustado. Había otros niños, pero todos eran muy pequeños como para sobrevivir a la fuerza del río.
La mujer ni lo pensó: se quitó el delantal y los zapatos y saltó al curso de agua helada. Ya no era una mujer joven, pero no le faltaban fuerza ni impulso, y pudo rescatar a Jonás de la corriente.
Cuando Patricia escuchó la historia, no tuvo palabras para agradecer a Adela. Allí tomó la determinación que venía postergando: Adela se quedaba. Los niños la adoraban, y era mucho lo que le debían.
Durante el año siguiente, Adela fue como una madre para Patricia, y Patricia como una hija para Adela. Los niños crearon un fuerte vínculo con la anciana, y la abrazaban al volver de la escuela.
Sin embargo, poco después de su segunda Navidad juntos, la anciana enfermó. Tras una corta y dura batalla contra un cáncer muy agresivo, la anciana falleció. Patricia y sus hijos hicieron todo lo posible por hacer que sus últimos días fueran todo lo agradables que pudieran ser, y Adela partió rodeada de amor.
Tras eso, Patricia se tardó unos días en juntar las pertenencias de la anciana para donarlas a caridad. Mientras preparaba las cajas para llevar a la iglesia, encontró un cofrecito repleto de joyas con una nota.
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“Cuando encuentres esto ya habré partido. Te agradezco por el tiempo que he pasado contigo, con Sara y con Jonás, porque me hicieron sentir nuevamente en el seno de una familia. No me queda más que esto en el mundo para dejarte en herencia, Patricia, pero espero que pueda ayudarte cuando lo necesites, como tú ayudaste a una pobre anciana. Con amor, Adela”.
Con lágrimas en los ojos, Patricia elevó una oración por el alma de su difunta amiga. Pudo usar el dinero que obtuvo con la venta de las alhajas para montar un pequeño negocio, como siempre había querido.
¿Qué podemos aprender de esta historia?
- Ser una buena persona tiene recompensa. Patricia podría haber echado a Adela de su casa cuando la encontró viviendo en el sótano, pero no lo hizo. En su lugar, la escuchó y decidió ayudarla. Esto le fue recompensado finalmente.
- Nunca dejes que te gane la avaricia. El nieto de Adela perdió a su abuela por avaricia, al vender la casa con ella dentro. Si Patricia hubiera llamado a la policía, es posible que hubiese ido a prisión por lo que le hizo a su abuelita. Así las cosas, perdió a una familiar adorable y también se perdió heredar los ahorros en joyas de la anciana, que fueron para Patricia.
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